Por: Wilder Carrascal
La transfobia en Colombia sigue cobrando vidas. El reciente y atroz caso de Sara, una mujer trans que fue brutalmente agredida, le fracturaron las piernas y fue arrojada viva a una quebrada. Es un recordatorio desgarrador de la violencia sistemática y profundamente arraigada que enfrentan las personas trans en nuestro país. Antes de morir, Sara alcanzó a decir lo que muchos temen nombrar, fue un ataque intencional. Fue un crimen de odio.
Las cifras son alarmantes y reflejan una realidad que no podemos ignorar. Según la Defensoría del Pueblo, entre enero y octubre de 2024 se atendieron 258 casos de violencias por prejuicio contra mujeres y hombres trans y personas no binarias, lo que representa un aumento del 29,6% en comparación con el mismo periodo de 2023, cuando se registraron 199 casos. Además, la Fiscalía General de la Nación reportó que, en lo que va del año, han sido asesinadas 26 personas trans, es decir, un promedio de dos por mes.
No podemos seguir llamando “hechos aislados” a los constantes ataques contra personas trans. Colombia, aunque ha avanzado en el reconocimiento legal de la identidad de género, sigue fallando en la protección real de estas vidas. Las personas trans siguen siendo objeto de discriminación, exclusión social, violencia física y psicológica y una impunidad que perpetúa la idea de que sus vidas valen menos.
La transfobia no nace en un vacío. Se alimenta del silencio, del chiste transfóbico que no se cuestiona, del estigma social, de las instituciones que no brindan garantías, de una justicia que no actúa con diligencia y de una cultura que todavía no reconoce a las personas trans como ciudadanas con plenos derechos. El caso de Sara no es solo una tragedia personal; es un reflejo de un sistema estructural que permite y muchas veces propicia este tipo de crímenes.
Es urgente que como sociedad nos preguntemos qué estamos haciendo para cambiar esta realidad. No basta con indignarse ante los titulares: necesitamos una respuesta estatal contundente, investigaciones rápidas y eficaces, penas ejemplares para los agresores y políticas públicas que garanticen una vida digna y segura para las personas trans. Pero también necesitamos pedagogía, empatía y acciones desde lo cotidiano. La lucha contra la transfobia es colectiva y comienza con el reconocimiento del otro y el respeto por su existencia.
Sara no debió morir. Nadie más debe morir por ser quien es. Su muerte debe marcar un antes y un después en la conversación nacional. La indiferencia también mata.

