Liam David Marín Pineda tenía solo 16 años. Su vida apenas comenzaba cuando decidió terminarla lanzándose desde el viaducto César Gaviria Trujillo en Pereira. Caminó hacia su final con un dolor invisible que nadie supo ver a tiempo.
La escena fue desgarradora. A plena luz del día, con testigos que intentaron intervenir y rogarle que no saltara, Liam se aferró durante minutos a la baranda del puente. Pero la batalla que libraba dentro de sí pesó más que cualquier palabra externa. Y cuando cayó al vacío, no solo se fue un joven, también se desplomaron nuestras certezas, nuestras omisiones, nuestros silencios.
Este caso, trágicamente, no es una excepción. En Colombia, las cifras de suicidio juvenil siguen alarmándonos. Según Medicina Legal, en 2024 hubo 287 suicidios de niños, niñas y adolescentes, de los cuales el 58 % fueron varones y el 42 % mujeres, con 78 % en edades de 14 a 17 años. Además, se estima que 183 menores de 18 años se quitaron la vida entre enero y agosto de 2024 .
No solo muertes consumadas llaman la atención: el Instituto Nacional de Salud reporta 32.464 intentos de suicidio entre enero y octubre de 2024, de los cuales 12.899 correspondieron a menores de 5 a 19 años, es decir el 40 % del total Los datos muestran una sociedad perturbada por el sufrimiento silencioso: seis suicidios infantiles por semana en la última década, un aumento del 10 % interanual.
Estas cifras no son simples estadísticas, son vidas que gritaron sin voz. La muerte de Liam no solo duele, también incomoda. Porque nos enfrenta con una verdad incómoda, estamos fallando como sociedad. Fallamos cuando no hablamos de salud mental con la misma urgencia con la que hablamos de economía o seguridad. Fallamos cuando seguimos viendo la tristeza como debilidad, cuando ignoramos señales de alerta, cuando creemos que un “ya se te pasará” es suficiente.
El suicidio juvenil es hoy la segunda causa de muerte en adolescentes (15‑25 años). Además, muchos de estos chicos provienen de contextos de pobreza, violencia intrafamiliar, desigualdad o riesgo de reclutamiento armado. Son capas de vulnerabilidad que exigen políticas públicas contundentes y sostenidas.
Liam no necesitaba soluciones grandiosas. Quizá solo un abrazo, una palabra que dijera “te veo”, “me importas”. Tal vez una escuela que detectara su desvío emocional y respondiera con empatía. Tal vez un amigo que sospechara y preguntara con sinceridad.
Que su nombre no quede reducido al titular trágico. Que su historia haga eco más allá de Pereira. Que cada escuela, cada hogar, cada institución en el Eje Cafetero y en todo el país decida que prevenir el suicidio juvenil será su máxima prioridad. No más formalismos. No más protocolos que no se aplican. Sí, una enseñanza emocional con la misma seriedad que la lectura o las matemáticas.
Si tú o alguien que conoces atraviesa momentos difíciles: busca ayuda. Habla con un adulto confiable, llama a una línea de atención, acude a psicólogos. No estás solo. Pedir ayuda es un acto de coraje.
El silencio puede matar más que cualquier caída. Que la muerte de Liam, y la de cientos de niños y adolescentes este 2024, nos sirva de impulso para no callar, para no mirar a otro lado. Porque atender, acompañar y abrazar puede salvar vidas.

